Es desolador comprobar cómo cada sesión parlamentaria se convierte en una reyerta identitaria. Por cualquier tema y en toda circunstancia. La última, a costa del cupo vasco.
En cada lance, en cada gresca, aparece de fondo el gozne de la riña: el sistema autonómico. Puede que la Transición consagrara la organización territorial de España con la mejor de las voluntades; puede que se creyera en los años de entusiasmo democrático que el sistema autonómico había logrado zanjar todas las disputas territoriales; puede que la bonanza económica surgida tras la entrada en la Comunidad Europea, que se reflejó en nuestras infraestructuras y ciudades, creara la convicción de que había sido fruto directo de la descentralización autonómica. Puede, ¿por qué no? Aunque quizá ese mismo entusiasmo democrático podría haber creado la misma riqueza, o más, con un Estado centralizado como lo es el francés. No lo sabemos, pero de lo que empezamos a estar seguros es de que la filosofía política que parió el sistema autonómico está mostrando su incapacidad para cohesionar territorialmente España, y a medida que se afianzan los agravios muestra su rostro más cainita y se convierte en una fábrica de independentistas.
…