Que el lector no se confunda: este artículo no va en contra de ninguna religión, va contra el fanatismo religioso, ese sentimiento que, convirtiendo una creencia en dogma, da permiso a sus fieles para aplastar al no creyente o discrepante. Las viejas religiones han alimentado en su seno el fanatismo como parte esencial de su supervivencia, pero, afortunadamente, la historia ha ido debilitándolo hasta hacerlo incompatible con cierta tolerancia. Salvo el caso del movimiento yijadista, que hunde sus raíces en el fanatismo islamista, hoy las religiones no suponen una amenaza contra la democracia y la libertad de pensamiento y conducta, una conquista que ha costado sangre, hogueras y guerras crueles.
Así que no hablo del fanatismo de las antiguas religiones, sino el de las nuevas. Religiones laicas, preciso, porque no se basan en creencias sobre el más allá, sino sobre el más acá. Una religión es un conjunto de ideas que, convertidas en dogma, generan seguidores incondicionales dispuestos, no ya a asumir personalmente esas creencias, sino a difundirlas e imponerlas a los demás.
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