Antonio Roig – No queremos ser Italia

Las pintorescas negociaciones a las que asistimos tras las últimas elecciones –con hastío y no poca incredulidad– para la constitución del gobierno de España, el vodevil que fue el proceso de formación del actual gobierno de la Generalidad de Cataluña, así como sus consecuencias: la imposibilidad de gobernar sin tejer y destejer continuamente pactos y alianzas, nos ponen frente a uno de los problemas que se plantean en el perfeccionamiento de los sistemas de representación.

Hasta ahora, la ¿injustamente? denostada regla d’Hondt (a fin de cuentas una forma de organizar la proporcionalidad), junto con la inercia de los votantes, habían servido para garantizar una concentración del voto apenas suficiente en torno a los dos partidos mayoritarios, con lo que los procedimientos para formar gobierno, con mayor o menor disgusto de unos o de otros, funcionaban con cierta fluidez (con demasiada frecuencia, con el indispensable concurso de los partidos que actuaban de facto como bisagra: los nacionalistas vascos y catalanes, concurso que les proporcionaba un plus de poder muy por encima de su peso real en la ciudadanía española –como estamos presenciando ahora mismo en la discusión de los presupuestos–). Sin embargo, esta ‘normalidad’ tradicional se ha roto (se diría que definitivamente) al fraccionarse y diversificarse el voto e irrumpir con fuerza en la escena los partidos reformistas o aquellos que supieron ganarse el voto de los “indignados”. ¿Estamos condenados a reproducir la situación italiana, que en 70 años ha tenido 63 gobiernos distintos? (Con su conocida socarronería mediterránea, aseguran haber tenido incluso “gobiernillos”, solo para superar una situación coyuntural, o gobiernos “balneario”, estrictamente para pasar el verano).

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