La política. Nadie habla bien de ella. Es una actividad tan despreciada como despreciable. Hecha (y henchida) de mentiras, engaños, traiciones, ambiciones infames. Compendio de todo lo ruin, abyecto, depravado y aborrecible. Así nos la hacen ver y sentir la mayoría de los políticos. Dan pruebas de ello cada día. Sin embargo, ¡oh paradoja!, los necesitamos, los apoyamos, los votamos. Algunos, incluso, los admiran y envidian. Lo más llamativo es ver a políticos hablar mal de la política y los políticos. Escuchen a algunos dirigentes de Podemos. Dan por supuesto que ellos no son políticos porque son distintos. No pertenecen a esa casta de malditos bastardos.
Recuerdo aquello de Franco: “Haga como yo, no se meta en política”. Trump también ha dicho que él no era político ni aspiraba a serlo. “La política es sucia”, ha sentenciado. Cuando se exhibe tan descarada muestra de cinismo lo que queda en entredicho no es la naturaleza de la política, sino la democracia. Lo que estorba no es la política, sino la política democrática, el control democrático de la política. ¿Pero es inevitablemente inmunda y perversa la política?
Aclaremos el concepto. En sentido estricto, política es todo lo que hacen los políticos: establecen leyes, toman acuerdos, ejecutan decisiones, controlan su cumplimiento. En una democracia, todo esto se lleva a cabo por delegación, mediante partidos, votaciones y elecciones. El objetivo es ordenar y controlar la vida en común, las relaciones sociales y la distribución de bienes y servicios. Algo imprescindible para que una sociedad funcione.
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