Hay una estrecha relación entre fe y política (y entre política y fe). La política promueve la fe, exige la fe, y la fe, a su vez, sostiene la política.
Fe es creer en lo que no vimos (y en lo que no vemos), pero también decimos «si no lo veo, no lo creo» y «ver para creer», que es una definición de fe «ad contrarium». Todavía queda un rizo: hay que creer para ver, para ver algo antes hemos de creer en ello (al menos, creer que puede existir). Somos un poco complicados, sí, nos gusta rizar y desrizar el rizo.
La política es uno de los muchos aspirantes a sustituir a la religión, una vez que ésta ha dejado de ser útil para guiar y orientar nuestra vida (al menos en Occidente). La religión exigía una fe ciega, muy difícil de mantener ante las exigencias de la vida real. Desde el Renacimiento, el espacio que la religión ha dejado libre se lo han disputado el arte, la razón, la técnica, la cultura, la ciencia. También la política. Marx fue el primero en entender la política como un sustituto de la religión.
Todo lo dicho me autoriza a hilvanar esta reflexión sobre las relaciones entre política y fe, fe y política. Nada de extraño que oigamos con frecuencia eso de «yo no creo en la política». Es un intento fallido de liberarnos del influjo inevitable de la política en nuestra vida. Es como la fe del ateo: para no creer también hay que tener fe.
…