La progresía ha muerto

A finales del franquismo surgió un fenómeno al que acertadamente se llamó progresía. Lo progre acabó convirtiéndose en la ideología dominante. Se mezclaba en ella un hipismo retardado con el antifranquismo militante, el inconformismo con las ansias de libertad. Cantantes y actores tuvieron una importancia decisiva al ritualizar la exhibición y el sentimiento de pertenencia a esa nueva clase social y política: todos eran de izquierdas, todos despreciaban el capitalismo, todos eran antifranquistas de toda la vida. Recuerden algunos nombres: Serrat, Sabina, Víctor Manuel, Ana Belén, Miguel Ríos, Inmanol Arias, Juan Diego, Sacristán, Nuria Espert, Lluís Llach, Miguel Bosé… La lista se podría prolongar indefinidamente con escritores, artistas, directores de cine y teatro, profesores, presentadores de televisión.

La cultura y la literatura y el arte y las universidades (pero también la política), todo quedó impregnado del espíritu progre, transformado en un corpus ideológico construido con verdades pétreas, inapelables. Fue el PSOE el que consagró la marca con gestos como los de Felipe González y su bodeguilla. Así llegamos hasta el «no a la guerra» y la cofradía de «la ceja». Al caer estrepitosamente el mito de Zapatero todo empezó a resquebrajarse. La decadencia de la progresía es hoy imparable.

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